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      Mundos íntimos. Murieron mi hermana mayor y mi papá. La familia hoy es otra: con mi mamá, estamos aprendiendo a ser dos

      Quiebre. El autor -profesional, con pareja e hijos- siente una orfandad profunda desde que partieron dos seres queridos por los que se sentía cuidado. No importa la edad, el sentimiento aparece de todas formas.

      Mundos íntimos. Murieron mi hermana mayor y mi papá. La familia hoy es otra: con mi mamá, estamos aprendiendo a ser dosSino. Cuando Uriel Bederman supo que su hermana tenía un tumor, le preguntó a un rabino “¿Cómo reza alguien que nunca rezó?”. Foto Guillermo Rodríguez Adami

      Las palabras forman una membrana que arrincona el sabor agrio en mi boca y en partes del cuerpo que no están a la vista. Mi hermana murió hace un año, papá casi enloqueció, apenas salió de la cama y la siguió a las pocas semanas. Con el celo más estúpido pregunté con la voz que habla para las entrañas si él se hubiese entregado igualmente, así tan rápido, si el del cáncer hubiese sido yo en lugar de Marina. Por conveniencia, en el hilo de esta narración salgo del charco y me sacudo como los perros, no por el agua barrosa, sino para escurrir el dolor y las imbecilidades que brotan como la espuma rabiosa. Hoy es sábado, quizás el café humee y haya sol en la ventana, y en honor a la vida obstinada intentaré contar a los que quedamos: mamá y yo.


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      El recuerdo que primerea es de una mañana de mil novecientos ochenta y tantos. En mi cabeza había rulos (no hay metáfora psicológica en la descripción) y esa vez también tuvimos que arreglarnos sin otro del clan que nos auxilie, papá y Marina ausentes. Con energía de pibito corrí hasta el baño del tres ambientes mientras la versión cuarentona de mamá se maquillaba frente al espejo, y empujé la puerta con más fuerza de la que indican la lógica y las buenas costumbres.

      Los cuatro. La familia de Uriel Bederman era unida y solidaria, pero se esfumó con inusitada rapidez.Los cuatro. La familia de Uriel Bederman era unida y solidaria, pero se esfumó con inusitada rapidez.

      Quedamos encerrados en un cuarto pequeño y asfixiante, pero juntos. Estar cada uno de un lado diferente de la madera era una posibilidad más desdichada, incluso si yo hubiese sido el del pasillo y mamá en ese calabozo con una pseudo ventana que salía a la medianera. Me consoló la compañía y creer que el sufrimiento era compartido.

      Infancia. Uriel Bederman y su mamá. Ahora solos nuevamente, pero esta vez es definitivo.Infancia. Uriel Bederman y su mamá. Ahora solos nuevamente, pero esta vez es definitivo.

      ¿Qué tan cierto es todo aquello? Acaso la mayor parte de los recuerdos de ese día –y del ayer en general- sean inventados, esos que ganan verdad en cada narración repetida. Por ejemplo, me gusta pensar que eran los últimos días de clase, en diciembre, y que en la breve tragedia de nene porteño llevaba puesto el pijama amarillo que me convertía en un pato de la tele. La exigua memoria fiel retiene que la adulta en aquel intríngulis apuró el rescate porque era temprano y entre semana, porque a mí me esperaba la escuela y a ella el negocio. Que mi yo chiquito se sentó sobre la tapa del inodoro, y que mamá destrabó la puerta moviendo su pinza de depilar dentro de la cerradura del baño; eso no es inventado. Lo hizo con insospechada habilidad de cerrajero, cual MacGyver vernácula, con brushing y sombra en los párpados.

      Salimos al pasillo como quien vuelve a la superficie después de estar un tiempo bajo el agua, al revés que los peces, sintiendo ese golpe de aire que te sacude desde los hombros. Ella mereció emerger con los brazos alzados como los héroes al final de las películas o como hacen los jugadores que saludan a la tribuna, y una melodía conmovedora debería haber sonado desde el tocadiscos de la habitación alfombrada.

      Pero “¡ay!”, digo ahora, es posible que aquella sensación de alivio y de triunfo también sea ficticia en la evocación, y que sólo hayamos corrido para abotonar mi guardapolvo cuadrillé y por fin llegar al colegio, justo donde Uriarte choca con Aguirre, muriendo en la frontera que separa a Palermo Viejo de Villa Crespo.

      Vida mediante, el repliegue capilar en mi terraza deja al descubierto dos entradas profundas y los rulitos que sobreviven intentan esconder lo que falta, cayendo con una maniobra que apenas suple a los pelos que caen otoñales. Porque hablo de estaciones me asalta otra anécdota: cuando en la infancia era verano y la escuela cerraba, junto con Marina pasábamos los días en casa de Rebeca, un departamento de abuela con aroma a kneidalaj (bolitas del recetario judío que comíamos con caldo de pollo); pañuelos secándose contra la cerámica de la bañadera; y algunos retratos de su esposo difunto, que fue escritor y polaco.

      “¿Por qué llorás así, Urito?”, preguntó mi hermana al encontrarme bajo la mesa del living, oculto aunque con ganas de que me encuentren así, doliente de un segundo a otro, sin un chichón tangible que justifique el asunto. Con su manito sudada, Marina corrió las flores caladas del mantel y me llevó al exterior. Mientras la bobe mordisqueaba su labio inferior esperando el regreso a la cocina, bailoteando en los patines de trapo, detallé las causas de mi pena estival: hablé de la muerte del abuelo que nunca conocí y de la peritonitis que de bebito me había despojado del único órgano inútil, una intervención que sólo recuerdo por cuentos de otros.

      Ya en los divanes new age, en la terapia de los martes por WhatsApp, Graciela reparó en un asunto que yo nunca intuí a pesar de repetir en sobremesas aquel llanto de nene. Dijo (o recuerdo que dijo) que el apéndice extirpado y el novelista muerto sirvieron para contar otras ausencias, acaso menos definitivas que las dichas aunque tortuosas para un niño. Por ejemplo -pienso ahora a la distancia- que mamá demore demasiado en ir a buscarnos, que el ascensor viejo se caiga, o que al venir por nosotros no haya comprado golosinas.

      Mientras le quito la cáscara metalizada a un marroc, diré algo poco original: que perdí cosas y que otras gané. Despedí a gritos a cuatro muelas de juicio, soy monotributista (también grito por eso), hay hija e hijo, compañera, un Peugeot que papá adoraría manejar en Costanera y tempranito, dos cafés fuertes al día y muy poco Nesquik en el mes.

      Tengo sobrinos con dolores que llegaron antes de tiempo, y una biblioteca en la que, mudanzas mediante, se confunden los libros heredados, los que compré, y los que algún ñato me prestó y con reprobable costumbre nunca regresé. Cancelo con pesos argentinos el valor de la experiencia, en transacciones para las que rara vez hay facilidades de pago, un Ahora 12 o un Precios Cuidados.

      Una cosa no cambió: sigo siendo hijo, uno de esos roles que no vienen y van como la felicidad, o que sólo van, como la juventud. En el turno del segundo chocolate, esta vez un paragüitas que dejo derretir lento en la boca, considero atinado aclarar que eso de ser hijo sólo lo ejerzo con mamá, porque en este exacto momento soy huérfano a medias, hijo de un solo viviente. ¿Cuán posible es esa hibridez, como la del payaso que dibuja una lágrima azul a centímetros de la sonrisa roja y exagerada? Soy huérfano al cincuenta por ciento, pero una congoja anexa barre la inútil matemática: mi grado de orfandad (es curioso que el sustantivo pierda el silencio de la hache al transformarse en un estado del ser) se estira como un chicle porque Marina no está. Ella era mayor, protectora y perfecta en vida, la que cualquier pibe desearía ganarse en el sorteo de hermanos.

      Poco después de enterarme que dentro de mi hermana crecía un tumor inatrapable, envié un email que cerraba así: “¿Cómo debería rezar un tipo que nunca rezó, y que ahora necesita hacerlo?”. Al otro lado respondió el rabino que es amigo de nuestra familia, el mismo que a mis seis o siete me llamó a su despacho después de leer “El universo de los ladrillos”, un cuento corto de mi pequeña autoría, para decirme que le había gustado y sugerir que siga escribiendo.

      A más de treinta años de ese encuentro, en su carta brillante anotó frases sueltas como “Uriel querido”, “cuántos recuerdos”, y al pie desplegó bálsamos para un ateo asustado. Contó que él, al rezar, no repasa sus acontecimientos de aquí porque la sola idea de Dios supone la plena consciencia de todo lo que ocurre. Dijo que tampoco reclama milagros, pero que a través de la plegaria pide a la “energía que mueve al universo” (astuto eufemismo) que le recuerde cuáles son sus prioridades. En lugar de rezar, me invitó a cantar antes de dormir y a meditar cada mañana. En los intercambios que siguieron hablamos de “Vivir con nuestros muertos”, de la autora y rabina francesa Delphine Horvilleur, que en la geografía de mi duelo fue un oasis cálido como una frazada, y que mi interlocutor, confesó, memorizó en fragmentos como mantras.

      Yo guardaría este que sigue y que copio textual del libro. “Retornados. Así suele denominarse a los fantasmas, pues es precisamente lo que se obstinan en hacer: retornar. Retornar hasta que aceptamos verlos y hablar por fin de ellos”. También este otro: “Todo lo que construimos con firmeza acaba deteriorándose o desapareciendo, mientras que lo que es frágil, efímero y falible deja en el mundo –paradójicamente- huellas indelebles. El vaho de las existencias pasadas no se evapora: sopla en nuestras vidas y nos lleva donde jamás creíamos que iríamos”. Uno más que guía la motricidad de mi angustia : “Para buscar a nuestros muertos tenemos que ser capaces de mirar a la vez en todas direcciones, tanto bajo de la tierra como en el cielo, tanto al término de la historia como a su comienzo”.

      Vuelvo sobre mis pasos: es sábado, quizá con una temperatura amable de otoño, y por eso cerraré estas líneas contando a los de acá, a dos despojados que estamos vivos. Ahora que con sorbos de agua tragamos antidepresivos, canjeándolos en la farmacia con recetas por duplicado; diré que el vínculo con mamá no cambió en los términos más formales de la ligadura. Quiero dar a entender que cierta jerarquía se mantiene a pesar de aquello de haber “quedado solos” y del paso del tiempo, que aún nos tiene y que también nos atañe.

      Hace unos días vino a casa y con el televisor encendido aproveché para recostarme en el sillón, apoyar mi cabeza en sus piernas y atraer el mimo unilateral. Cuando desperté encontré la cara de León, mi hijo de ocho, sorprendido al descubrirme en un rol que él ahora ejerce a tiempo completo, y yo ahora en cuotas. Invariablemente, en esta relación vertical de madre e hijo ocupo espacios diferentes a los de antes. Hay un cacho más de horizontalidad y eso a veces me duele, como si me pusieran en esos artefactos que estiran el cuerpo con cinchos atados a las extremidades tirando en direcciones opuestas.

      Mamá siegue siendo mamá, pero a veces me llama cansada pidiendo mi ayuda. Algunos días cuenta historias que cualquier tipo sensible preferiría ignorar, o mejor, que jamás le hayan sucedido a esta mujer que pisa los tres cuartos de siglo y que tiene los ojos verdes iguales a los de esa Janele (así le llaman los suyos, aunque yo no por eso de decir “mamá”) que a los cinco años llegó en barco desde París. A veces llegan a mi celular mensajes de dos o veinte minutos, y a los tres segundos del audio brota mi angustia como lava volcánica. Triste, sigue viviendo. No escasea en ella la voluntad, pero es un poco como cuando el mar te lleva a otro balneario sin que lo elijas, salís caminando en una playa desconocida y entonces caminás con saltitos en la arena caliente hasta tu sombrilla, que quedó muy lejos a pesar de que no hayas nadado un solo metro.

      Aturdida por los gritos que llegan de otra parte, ella vive por decisión propia. Entonces pienso que no seré yo quien destrabe la puerta si alguna mañana volvemos a quedar encerrados en un baño de tres por tres. Esta vez no me quedaré quieto, sentado en el inodoro tapado. Buscaré la pincita o uno de esos clips que usa mi hija en el pelo y en clave ritual se lo daré en mano. Entonces, en la oscuridad de la cerradura mamá agitará la llave improvisada para devolvernos a la superficie y, cuando la respiración se calme, diremos cuentos que nos ayuden a entender adónde se fueron. Dónde están, dónde se quedaron, desde dónde carajo nos hablan Marina y papá.
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      Uriel Bederman. Aunque soñó con ser futbolista y hacer goles en La Bombonera, la escritura es la actividad más frecuente de Uriel Bederman. A los siete años escribió su primer cuento y en el secundario una profesora de literatura lo alentó a no abandonar el hábito. Más tarde pasó por un taller de escritura en el que le pidieron respetar al lector, sin sorprenderlo únicamente en la última línea del texto. Actualmente trabaja como periodista para diferentes publicaciones. En su casa tiene una biblioteca amplísima que heredó de su papá, además de dos novelas casi indescifrables escritas por su abuelo materno en ídish, el idioma que hablaron las comunidades judías asquenazíes.


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