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      Batalla cultural: ¿Hay lugar entre el bien y el mal?

      • ¿Cuándo comenzó el combate por las ideas?
      • No es del presente, argumenta Gonzalo Aguilar.
      • Hoy es más virulenta, se propaga gracias a los medios y las redes y con el gobierno de Javier Milei entra en una nueva fase, aclara el ensayista.

      Batalla cultural: ¿Hay lugar entre el bien y el mal?Karina Milei y Manuel Adorni muestran el renovado Salón de los Próceres, ex Salón de las Mujeres. Foto: X Adorni

      La bomba atómica está de moda? Tal vez no sea para tanto, pero lo cierto es que su presencia de hongo inquietante asoma una y otra vez en el terreno del arte: desde la exitosa Oppenheimer de Christopher Nolan a las novelas de Benjamin Labatut, del documental de Netflix Punto de inflexión al colectivo Artists against the bomb que cuenta, entre otros, a artistas de la talla de Thomas Hirschorn, Tomás Saraceno y las Guerrilla Girls. La fantasía melancólica de una catástrofe nuclear se reaviva, así como los debates sobre la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética en la posguerra, época en que la amenaza de una guerra nuclear estuvo más próxima. Fue justamente en esos años que el término cultural wars adquirió carta de ciudadanía en los Estados Unidos. A partir de una interpretación negativa de lo que había sido la administración Roosevelt, los republicanos conservadores reaccionaron con la agitación de la amenaza comunista, la creación de la CIA, las indagatorias persecutorias del senador McCarthy a la gente del mundo del cine y otras iniciativas que crearon ese clima paranoico de mediados de siglo XX en el que se consideraba que había que defender una serie de valores del american way of life que estaban siendo atacados.

      Así era el Salón de las Mujeres de la Casa Rosada antes de ser renombrado como el Salón de los Próceres.Así era el Salón de las Mujeres de la Casa Rosada antes de ser renombrado como el Salón de los Próceres.

      Si bien el término “batalla cultural” se remonta al siglo XIX y a la Alemania de Bismarck (Kulturkampf), fue desde Estados Unidos que se globalizó. Primero durante la Guerra Fría y después en la década del noventa, cuando comienza un cuestionamiento del Estado de bienestar (welfare State) que llega hasta la actualidad. En un famoso discurso en una convención del partido republicano de 1992, el político conservador Pat Buchanan declaró: “Existe en nuestro país una guerra que es por el alma de nuestra América. Es una guerra cultural, tan fundamental para el tipo de nación que algún día seremos como lo fue la propia Guerra Fría”. Buchanan caracterizó el conflicto como una alternativa entre el bien y del mal. Pero el contexto había cambiado: a principios de los noventa ya había caído el Muro de Berlín y la URSS se desintegraba. Ahora que el comunismo no estaba, el significante “amenaza” podía aplicarse más libremente y podían ser las feministas, los gays, la comunidad trans o cualquiera que defendiera un papel activo o regulador del Estado.

      En 2015, la ONU lanza una agenda 2030 consensuada con una serie de objetivos para enfrentar las desigualdades sociales, de género, el cambio climático, el hambre cero. Pese a tratarse de un diagnóstico muy certero y casi podría decirse evidente del deterioro de la civilización, la ultraderecha se lanzó en una cruzada que demoniza esa iniciativa tildándola de progresista e invirtiendo sus demandas (contra la “ideología” de género, el cambio climático y minimizando el problema de la desigualdad).

      Obviamente los enfrentamientos culturales existieron siempre y a menudo fueron violentos o cruentos, pero lo que hace diferente a la batalla cultural de las anteriores disputas que se dieron a lo largo de la historia es la existencia de los medios masivos modernos, con un alcance inédito de las acciones y los discursos culturales. Son guerras cuyo territorio a conquistar son la radio, la televisión, el cine, la prensa escrita y las telecomunicaciones. Por eso no es casual que esa batalla haya recrudecido con la aparición de las redes y sobre todo con plataformas como X que la usan desde los nadies hasta los gobernantes más influyentes del planeta. Se trata de medios calientes que privilegian las exageraciones y celebran las afirmaciones tajantes, y donde los problemas se convierten en opciones dicotómicas. Todo eso crea una cultura tóxica que exige radicalizar las posiciones y convertir a los que piensan diferente en enemigos. La moderación no es admitida y, en el terreno político, las posiciones de centro colapsan. La novedad en este escenario es que los conservadores de derecha encontraron que su prédica podía ser popular y encarnar la rebeldía (atributo que tradicionalmente era propio de los progresistas y la izquierda). Si en los cincuenta eran por lo general hombres de saco y corbata con el pelo corto y mujeres con polleras por debajo de las rodillas, hoy escuchan a los Rolling Stones, hacen cosplay y están en la vanguardia tecnológica.

      Ahora bien, en Estados Unidos la sólida estructura bipartidista organiza los polos de las cultural wars. Un personaje como Trump para acceder el poder tuvo que recurrir al partido Republicano que venía articulando desde hace tiempo la agenda de derecha de la guerra cultural: oposición a la legalización del aborto, al cambio climático, y, sobre todo, al Estado al que se considera invasivo y autoritario. Lo que en el Estado de bienestar se consideraba inversión es denunciado como gasto superfluo (creencia que se aplica a la cultura y no curiosamente al empresariado, el ejército o la iglesia). En la Argentina, en cambio, la distribución de posiciones es más confusa y los partidos están lejos de representarlas orgánicamente. La llegada al poder de un outsider como Milei, quien popularizó entre nosotros el término “batalla cultural”, trae un estilo que ningún partido pudo contener y que plantea prácticas inéditas, desde el insulto a quienes piensan diferente a la idea paleolibertaria de que el Estado es el enemigo de la libertad. También la visión de la historia y del pasado es mucho más lábil que la de los conservadores norteamericanos. Mientras Trump sostiene el “hagamos grande América de nuevo” con apelaciones a la década del 50 (que tanto él como Joe Biden y muchos otros vivieron de niños esa época o muchos la conocen a través de decenas de películas), Milei apela a personajes como Julio Argentino Roca o Juan Bautista Alberdi que, para el gran público, se pierden en la nebulosa del pasado.

      La celebración de la década de 1880 nunca menciona que termina con una crisis financiera y económica que lleva a muchos a la bancarrota y hasta al suicidio, como muestra la novela La bolsa de Julián Martel. Todo eso para no mencionar las fallas del sistema de representación política que llevan a la Ley Sáenz Peña y al primer gobierno de Yrigoyen que, justamente, Milei señala como el inicio de la decadencia argentina. El siglo XX sería un páramo sino fuera por el único “prócer” de ese período que el gobierno incluyó en el salón machista que inauguró en la Casa Rosada el pasado 8 de marzo, día internacional de la mujer. Se trata de un peronista: Carlos Saúl Menem que, además de presidente de la Nación, dirigió el partido Justicialista durante trece años. Es decir que, a diferencia de lo que sucede en los Estados Unidos, la batalla cultural prescinde del entramado partidario tradicional y hasta recurre a una figura del peronismo, movimiento que supuestamente estaría en sus antípodas.

      Sin embargo, el inicio de la batalla cultural es anterior a Milei y podría fecharse con el kirchnerismo y el conflicto del campo de 2008. No era tanto la cuestión del campo sino la recuperación de una visión dicotómica (la llamada grieta) se proyectaba sobre toda la historia y que proponía opciones como “juventud maravillosa” vs. dictadura que reeditaron, en clave angelical, la teoría de los dos demonios. Se produjeron discusiones enardecidas, polarizaciones y, sobre todo, una visión militante que se posiciona en relación con los hechos de acuerdo al bando elegido. Ciertas prácticas que se habían abandonado reaparecieron: los periodistas eran etiquetados de un bando u otro (cuando no lo hacían por iniciativa propia) y volvió el epíteto condenatorio de “antiperonista” o “gorila” que en los noventa carecía de sentido porque quien llevaba a cabo las reformas neoliberales era un gobierno justicialista.

      Movilización al Incaa. Si bien no va a ser cerrado, va a sobrevivir con muy pocos recursos.
Foto: Guillermo Rodríguez Adami Movilización al Incaa. Si bien no va a ser cerrado, va a sobrevivir con muy pocos recursos. Foto: Guillermo Rodríguez Adami

      La batalla cultural entra en una nueva fase con el gobierno de Javier Milei. A diferencia del gobierno de Cambiemos, Milei logró determinar la agenda y en ese sentido desplazó al kirchnerismo de cuáles son los temas y conceptos a discutir. “Adoctrinamiento” en los colegios, nuevo panteón de próceres o “cierre” del INCAA o el Conicet (“¿qué productividad tiene?” se preguntó el presidente en una entrevista muy difundida). Sin hacer diferencia entre instituciones y gestión y con la fobia al Estado propia de los anarcoliberales, las discusiones están viciadas desde el inicio. Temas que parecían zanjados como la legalización del aborto o la ley de cupo trans (votada por unanimidad en el Congreso), son de nuevo puestos sobre la mesa.

      Cuando la reforma del Estado incluye la anulación de los contratos de las trabajadoras trans o en un discurso en un colegio el presidente habla de las “asesinas de pañuelo verde”, ¿a quién le habla? Porque parece obvio que buena parte de sus votantes no comparte su misoginia ni su transfobia. ¿O está apelando a los sentimientos de los jóvenes varones ofendidos con el feminismo que las encuestas llaman Incel (acrónimo de célibes involuntarios en inglés)? ¿O se trata de un modo que todavía no pudimos develar, el surgimiento de una nueva plebe que empatiza con este nuevo estilo de gestión? Más que debates públicos, el efecto buscado es imponer las premisas del debate porque sabe que estas condicionarán el tenor de las respuestas.

      Manifestantes participan en una movilización del sector educativo contra el gobierno del presidente Javier Milei. 
EFE/ Juan Ignacio RoncoroniManifestantes participan en una movilización del sector educativo contra el gobierno del presidente Javier Milei. EFE/ Juan Ignacio Roncoroni

      Uno de los problemas de las batallas culturales no son sólo sus debates viciados desde el inicio sino que llevan a la prescindencia cauta de quienes no quieren enrolarse en ningún bando. Comienza a producirse entonces en las discusiones culturales descalificaciones tácitas, silencios cómplices (particularmente fuertes durante el gobierno de Alberto Fernández) o supresión de la pluralidad de los puntos de vista. Los intelectuales que se resisten a adoptar una actitud militante (lo que no quiere decir que no sean críticos), encuentran dificultad en insertarse en la escena pública.

      Los usuarios de la plataforma X lo han definido ingeniosamente con la opción “es más complejo” que colocan en sus encuestas, como si aquellos que traen matices o argumentaciones más demoradas quedaran afuera de la toma de decisiones. Y sin embargo, aunque desde el Estado (el mismo que se quiere destruir) y también desde algunos medios, se quiera imponer el estilo dogmático y agresivo de las batallas culturales, lo mejor será construir caminos alternativos porque entrar en ese juego venenoso es perder la polémica sin haberla empezado.


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