Noticias hoy
    En vivo

      Putin en su laberinto: ¿cómo puede terminar la guerra en Ucrania?

      Las verdaderas razones que desataron el conflicto y un análisis sobre los escenarios de salida.

      Putin en su laberinto: ¿cómo puede terminar la guerra en Ucrania?Vladímir Putin pasa revista a la Marina en San Petersburgo.

      Miedo. Cada minuto del último año, a veces de manera imperceptible, esa sensación se coló en la humanidad de un modo único, estremecida por la posibilidad de un cataclismo definitivo. La pesadilla de un final literalmente explosivo, típico de momentos claves de la Guerra Fría, regresó del pasado cuando el autócrata ruso Vladimir Putin, en el trono de uno de los mayores arsenales atómicos del planeta, el 24 de febrero de 2022, presionó el botón que disparó la guerra medieval contra Ucrania.

      Fue el inicio de la peor crisis bélica en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Todo lo que sucedió después retorció el planeta y convirtió en papel mojado principios e ideas que se consideraban irrefutables desde la finalización del choque Este-Oeste. La humanidad volvía incluso siglos hacia atrás, con Rusia buscando refundar el zarismo y la gente asumiendo la perspectiva de una Tercera Guerra Mundial en los términos que había profetizado Einstein, reviviendo la Edad de Piedra.

      La intención de la aventura de Putin era una blitzkrieg que al cabo de unos pocos días exhibiera el vigor de la Madre Patria rusa.

      El sueño de Vladímir Putin: recuperar el peso internacional perdido por Rusia.El sueño de Vladímir Putin: recuperar el peso internacional perdido por Rusia.

      Putin, naturalmente, no lo planteó en esos términos. La intención de su aventura era una blitzkrieg que al cabo de unos pocos días exhibiera el vigor de la Madre Patria rusa y su derecho natural para ser lo que fue durante más de 70 años, uno de los polos del equilibrio planetario.

      Moscú volvía por esos derechos. La retahíla balbuceante de justificaciones, muchas de ellas divergentes, que emitió el zar ruso desde el inicio del conflicto, apenas ocultaba la excluyente raíz imperial del ataque.

      En el imaginario del Kremlin, un golpe relámpago contra Ucrania, cuya existencia como Estado independiente Putin negó en el discurso previo al inicio de la guerra, modificaría de raíz el escenario regional.

      El collar de naciones vasallas del Pacto de Varsovia que se contrapuso a la OTAN en las épocas soviéticas, se re enfilarían de modo inevitable con el vértice regional. Esta novedad rompería las alianzas de esas capitales con un Occidente que avanzó con voracidad hasta las fronteras mismas de la Rusia debilitada tras el colapso del campo comunista.

      Putin había planteado bastante antes del inicio de la invasión que esas naciones debían tramitar con Rusia su política interna, pero especialmente la internacional y la estructura económica. ¿Por qué? Semejante diseño despejaba el trauma moscovita de la actual etapa que fulminó su silla en la pequeña mesa que decide el futuro del mundo.

      El acuerdo de Yalta, justamente en Ucrania, entre Roosevelt, Churchill y Stalin para repartirse el mundo tras la Segunda Guerra, esfumó en el presente a uno de esos jugadores. Por eso el zar ruso llora sobre los escombros de la Unión Soviética.

      El autócrata ruso proclamó los funerales de Occidente, sosteniendo que sus líderes “viven en el pasado… en un mundo ilusorio”.

      Funeral de un civil en Bucha, ciudad que fue ocupada por los rusos.Funeral de un civil en Bucha, ciudad que fue ocupada por los rusos.

      El deseo

      Desde el colapso de la potencia comunista y el salto a una modernización capitalista, Rusia –desprendida de las repúblicas que antes conformaba ese imperio– se fue encogiendo.

      Putin, un ex agente relativamente mediocre de la KGB en Berlín, fue traído al poder por una de las figuras centrales de esa transformación, el ex presidente Boris Yeltsin. Ese dirigente pasó a la historia al fulminar un intento golpista nacionalista y salvar el modelo de apertura y transparencia construido por su célebre antecesor, Mijail Gorbachov.

      El actual líder ruso se encaramó de la mano de Yeltsin, pero contradictoriamente reflejando el resentimiento de esos sectores que penaban por la pérdida del enorme significado simbólico de Moscú como el segundo jugador mundial. Había en esa frustración algunas pistas que explican, en parte, lo que anida bajo la impronta imperial del ataque sobre Ucrania.

      La llamada Carta de París de 1990 marcó el avance occidental sobre una Rusia postrada, equivalente a lo que fue la Conferencia de Yalta o la de Postdam al final de la Segunda Guerra que dividió el mundo entre las potencias triunfantes y que fue el primer paso del sistema que enlazaría al modelo occidental a las naciones que se desprendieron del tronco soviético.

      Luego, también, los acuerdos de 1997 entre Moscú y la OTAN que negoció el canciller de Yeltsin, Yevgueni Primakov, y abrieron el camino franco de lVivaa Alianza Occidental hacia una Rusia que se pensaba en aquellos momentos, una nueva Alemania, que garantizaría la hegemonía norteamericana tras el final de la Guerra Fría.

      El país efectivamente avanzó a un intenso capitalismo tras resolver sus primeras crisis económicas arrasadoras, pero el PBI ruso quedó en un escalón significadamente menor, lejos de la sociedad de las grandes ligas, por debajo de Brasil o Italia, apenas superior al de España, un 6% del de EE.UU.

      El dato alcanza importancia si se tiene en cuenta que es la economía la que brinda poder político, no al revés. El arquitecto del realismo diplomático norteamericano, Hans Morgenthau, enseñaba que las posibilidades dependen de modo inevitable de las capacidades.

      El avance sobre Ucrania, el dominio inmediato de ese país, se explica en aquella contradicción. Un éxito militar súbito exhibiría un músculo implacable de autoridad, el derecho natural de Hércules que definía Platon para justificar el dominio del más fuerte.

      Rusia renacería con el control directo no solo de su seguridad, como se pretextó, sino de un espacio económico superlativo para regresar al sitio que históricamente le corresponde. No habría oposiciones. Además estaba el aliado China, la segunda potencia mundial, bendiciendo al nuevo zar ruso.

      Es lo que no sucedió. El escenario exhibe semejanzas notables con el drama de identidad japonés que acabó llevando a EE.UU. a la Segunda Guerra Mundial tras el ataque previsible a Pearl Harbor en diciembre de 1941.

      Al final de la década del ’30, Tokio buscaba extender su dominio por todo el Sudeste Asiático. Como ahora con el Ruskkiy Mir de Putin, esa noción de una unidad vertical con Moscú de la comunidad asociada a la cultura rusa, que comparte una historia, una lengua y ciertas tradiciones, la potencia japonesa había imaginado una Esfera de Coprosperidad de la Gran Asia Oriental. Ese artefacto constituía un bloque de naciones lideradas por Tokio y “libres de la influencia occidental”.

      Putin debió cambiar tres veces a su comandante militar supremo, un dato que solo sucede en la derrota.

      La artillería de Ucrania en Kharkiv resiste la ofensiva rusa.La artillería de Ucrania en Kharkiv resiste la ofensiva rusa.

      Palabras e intenciones semejantes a la declaración previa a la guerra que el líder ruso emitió junto a su aliado chino Xi Jinping en los Juegos Olímpicos de Invierno en Beijing, que anunciaba el amanecer de un mundo en el cual esas naciones fijarían el rumbo global, económico, político y moral.

      Esta observación aparta de modo concluyente las teorías de los aliados del Kremlin, que sostienen que el ataque a Kiev fue una reacción a la presión de la OTAN, sobre sus fronteras.

      Esa noción supone que Putin fue llevado de las narices por Occidente a este conflicto. Pero no había tal peligro en aquel momento. Putin había logrado luz verde de EE.UU. para la puesta en marcha del enorme gasoducto Nord Stream 2, que elevaría a un 70% la dependencia de Europa Central del fluido ruso y la jerarquía económica de Moscú no dejaba de crecer en las mayores calificadoras.

      En junio último, en la 25 edición del foro de San Petersburgo, considerado el Davos ruso y en la celebración, esos mismos días, del 350 aniversario del nacimiento de Pedro I, el Grande, el propio líder del Kremlin confirmó la intención real de la invasión.

      El autócrata ruso proclamó los funerales de Occidente, sosteniendo que sus líderes “viven en el pasado… en un mundo ilusorio” y se niegan a ver los cambios globales. Estos serían la emergencia de Rusia y China como los nuevos polos del sentido común mundial.

      Luego, en el aniversario del Zar, con quien más que se identifica, el líder ruso celebró la extensa guerra de poco más de dos décadas que Pedro I lanzó contra Suecia entre 1700 y 1721.

      Ese conflicto acabó con la derrota sueca que le dio a Rusia el acceso al Mar Báltico, posicionándose como una potencia de primer orden de la época. El zar la convirtió en imperio y se declaró emperador de todas las Rusias. Como un gesto de esa grandeza trasladó la capital a San Petersburgo, territorio natal de Putin, que en su mirada revisionista afirma que no fue arrebatado a Suecia en ese conflicto sino reintegrado a su país.

      Aferrado a esa memoria, justificó la masacre en Ucrania señalando que “al parecer, es también nuestro destino devolver lo que es de Rusia y fortalecerla”. Radica en esa mirada restauradora del “camino milenario de la madre patria” el declamado derecho de Moscú a regir sobre todo aquel patio trasero de la difunta URSS y constituir a Rusia en una tercera potencia junto a EE.UU. y China.

      Después de un año, apenas ha logrado tomar parte de cuatro provincias que no controla totalmente y que exhiben ya una presencia guerrillera ucraniana que ha llegado a golpear hasta en Crimea.

      Cuenta pendiente

      La elección de Ucrania en esta aventura tiene el sentido histórico que, entre otros, señaló el legendario diplomático norteamericano George Kennan –famoso por haber previsto el final del stalinismo– al sostener que la idea de una Ucrania independiente era por lo menos desafiante.

      Para el líder ruso, el control de ese país era la ventana del regreso del poder real en ese espacio y cerraba un duelo existencial del ególatra ruso, cuando el levantamiento popular de la plaza de Maidán en Kiev (Euromaidán), en 2014, expulsó del gobierno a un esbirro del Kremlin, el déspota Viktor Yanukovich.

      Rebelión que Putin y sus aliados “progresistas” alrededor del mundo subestiman como un golpe armado por EE.UU., pero que en realidad fue la síntesis de la furia del pueblo contra una realidad miserable, en una nación cuyos sueldos eran menores a los de Vietnam y con el PBI repartido entre 50 multimillonarios.

      Todos los países de la ex URSS que se asociaron con la Unión Europea mostraron un significativo crecimiento, con Polonia en un lugar destacado. Los ucranianos querían seguir ese camino, sencillamente.

      Una multitud bajo los restos de un puente destruido  en las afueras 
de Kiev.Una multitud bajo los restos de un puente destruido en las afueras de Kiev.

      El error estratégico de Putin le llevó a perder el control del país. Fue cuando obligado por esas circunstancias ese mismo año tomó la Península de Crimea, una acción inevitable porque ahí, en Sebastopol, Rusia edificó su mayor base naval militar y es desde donde se proyecta al Mediterráneo.

      La guerra resolvería esa contradicción abierta. Y sería un viaje sencillo, como lo fue con la anexión de esa región estratégica ucraniana que Occidente aceptó en silencio. Esta vez, entendía el Kremlin, con mayores posibilidades debido a que el mundo venía de una crisis económica brutal como consecuencia de la pandemia que reducía la capacidad de maniobra de los Estados. Esa impotencia del otro lado alineaba los planetas en el orden necesario y Rusia atacó. Pero no sucedió lo que se esperaba.

      ¿Directo a la derrota?

      La invasión desnudó falencias sorprendentes que demolieron en instantes el prestigio militar ruso. La guerra exponía decadencia y no fortalecimiento. Moscú careció de inteligencia previa para prever el comportamiento de Ucrania y sus generales.

      Putin llegó a señalar en un mensaje al país su seguridad de que los militares ucranianos se sumarían inmediatamente a su ejército y derrocarían al presidente Volodimir Zelenski.

      La información que recibía de las embajadas alrededor del planeta en absoluto alertaron que el ataque generaría una unidad histórica del mundo occidental y el fortalecimiento del liderazgo de EE.UU. La OTAN, un dispositivo hasta el momento muy degradado tras la gestión de Donald Trump, revivió con el apoyo de 40 naciones.

      Los ejércitos rusos, al mismo tiempo, se movilizaron con estrategias copiadas del escenario de la Segunda Guerra, con una ausencia inesperada de la modernización de la que hacía gala ampulosa el zar ruso. Luego quedó claro que la corrupción fue el factor central de ese fracaso por el desvío continuo de fondos públicos a niveles abismales de degradación.

      Putin debió cambiar tres veces a su comandante militar supremo, un dato que solo sucede en la derrota. La guerra se convirtió rápidamente en un conflicto de identidad y supervivencia de Occidente contra un enemigo que si triunfaba ponía en riesgo los pocos equilibrios en el mundo.

      Todo sería posible si Moscú mostraba su bandera en Kiev, particularmente la intención de China sobre Taiwan o de Turquía sobre las islas griegas. Por eso el establishment mundial se unió en fortalecer a Ucrania. La guerra ha sido mucho más que la defensa de ese país antes empantanado en una corrupción oceánica.

      A comienzos de la guerra, incendio en un edificio de Kiev, la capital ucraniana, luego de un bombardeo ruso.A comienzos de la guerra, incendio en un edificio de Kiev, la capital ucraniana, luego de un bombardeo ruso.

      La extensión del conflicto ha sido una pesadilla para Rusia. Después de un año, apenas ha logrado tomar parte de cuatro provincias que no controla totalmente y que exhiben ya una presencia guerrillera ucraniana que ha llegado a golpear hasta en Crimea. Esa actividad aumentará con la asistencia occidental aun cuando se logre un acuerdo que cese el conflicto.

      Moscú, entre tanto, perdió más de 125 mil hombres, cuotas enormes de su poderío militar y de prestigio, y la clientela occidental para sus commodities energéticos que le proporcionaban una creciente influencia política. El país será mucho más pequeño y menos influyente de lo que era, lo que espanta ya a los nacionalistas que se animan a cuestionar abiertamente al Kremlin junto con el encono del empresariado que no logra recuperar su tasa de acumulación.

      Cientos de miles de rusos se han fugado del país, especialmente los jóvenes universitarios, y el Kremlin es mucho más dependiente hoy de China e India, clientes excluyentes de su gas y petróleo, que además le fijan el precio. Ese aislamiento subsume al país y lo encierra en una lógica de decadencia.

      Es difícil, con todo, que Putin pueda ser derribado inmediatamente. A lo largo de sus décadas en el poder, creó una estructura vertical de fidelidades absolutas en el molde de la antigua KGB, pero en ese juego, no cabe la refutación, el mismo pozo en el que se hundió Stalin.

      Nadie le ha señalado los errores o riesgos y ha trascendido en investigaciones periodísticas que citan a funcionarios rusos, que en general los informes del frente fabulan movimientos exitosos porque nadie se atreve a informar malas noticias.

      Aunque un cambio de fortuna es imposible de descartar, académicos como Liana Fix y Michael Kimmage, sostienen en la revista Foreign Affairs “que Rusia se dirige a la derrota”. Remarcan que si eso parece seguro, es menos clara “la forma que tomaría esta derrota”.

      Bosquejan tres posibles escenarios de salida de esta crisis. Uno, de arenero negociado, en el cual el gobierno ruso retiene Crimea y se marcha de los otros territorios, salvando las apariencias de su debilidad con el argumento de que ha sido la OTAN y no Ucrania la que encabezó la guerra.

      Otro, una rebelión interna que derrumbe al régimen produciendo el final automático de la guerra como sucedió en el ‘17, cuando los bolcheviques tomaron el poder, aplastaron a la corte del Zar y se retiraron de la primera conflagración del siglo pasado. Y uno peor, sin acuerdo, que extienda el conflicto más allá de las fronteras de Ucrania, con el uso de la bomba atómica desatando la Tercera Guerra mundial. El miedo. 


      Sobre la firma

      Marcelo Cantelmi
      Marcelo Cantelmi

      Editor Jefe sección El Mundo mcantelmi@clarin.com

      Bio completa