Una tarde de primavera demorada

La columnata de la iglesia de Saint Sulpice bajo el rayo de un sol apenas tibio, más propio de octubre que de mayo. Cruzando la calle, el café de La Mairie, con sus sillas y silloncitos de tres cuerpos desplegados en la vereda. Una mujer pasa caminando, bolsita en mano con los colores de Bon Marché. Otra mujer, en silla de ruedas, atraviesa el aire con su voz entonando los mejores temas de Edith Piaf. Un bus, 100% electrique, se detiene esperando a sus próximos pasajeros. Más gente que pasa, apurada o morosamente, disfrutando de la tarde.

Adentro del bar, mozos diligentes llevan y traen bandejas con cafés, tés o bebidas algo más espirituosas, como una verde esmeralda a la que es imposible quitarle los ojos de encima. Ajenas al ajetreo de la calle, sentadas a una mesa junto a la ventana del ángulo, dos mujeres conversan animadamente.

Un poco más allá, otras dos repiten los gestos pero sin parecer entenderse. Muy cerca de ellas un joven, enfrascado en su libro, se muestra inmune al ruido ambiente. Botella de agua en mano, gesto despreocupado, un chico echa una mirada displicente al interior del bar, que no tiene ya espacio disponible para más clientes, mientras crece el hablar apurado de los camareros formulando sus pedidos.

A través del vidrio se divisa una pared pintada con unas ramas que parecen a punto de escaparse, buscando otro destino. Un taxi dobla la esquina; una pareja, con aspecto de turista, se baja del auto y cruza para admirar la iglesia. Otro ómnibus, con destino a Pont de la Muette, despide y recibe a nuevos pasajeros. Una tarde de primavera demorada en una ciudad que es París pero podría ser cualquiera. Pinta tu aldea y pintarás el mundo, decía Tolstoi.